En menos de una semana rindo y para variar estoy bien
posicionada según coordenadas espacio-temporales. La conjugación sería cantidad
de páginas para leer y repasar por cantidad de horas disponibles. Un volumen de
veinte por veintiocho centímetros de longitud, por cuatro de altura
representaría el espacio físico.
Claramente algo ínfimo en este colosal
universo y una cantidad de cuarenta horas. El grado de dificultad de los textos
es moderado y está bajo control.
A parte, después de días de calor irreductible, se desató un
vendaval y una majestuosa tormenta.
Hubo un detalle menor, que como estaba despabilada también
sirvió a estos fines:
No importa cuantas veces suceda, nunca es fácil resignarse ante
una puerta que se cierra detrás de uno antes de notar que no podremos volver a entrar. Si bien siempre son accidentes, hubo veces en que sabía
que no tenía llaves, de todos modos me arriesgué a salir y el viento
hizo el resto. La mayoría de las veces es por mero despiste.
Con anticipada
inutilidad uno empuja y fuerza la puerta al instante. Como sí el actuar con
inmediatez fuera a revertir el hecho. Después maldice y se insulta para finalmente pensar en las posibilidades
-siempre absurdas- de violentar la cerradura. Advertencia, lo de los invisibles,
alfileres y clips es pura mentira funcional a las tramas ficcionales.
Entonces, si se tiene el beneficio de tener consigo el celular, se puede llamar en busca de socorro a otro portador de llaves o, como sucedió
hoy, aprovechar para escribir a seres simpáticos. (Tiempo muerto al fin y
al cabo, hay que aprovecharlo (*)). En otras ocasiones me ayudó el portero, su hijo, vecinos se solidarizaron. Agradezco por este medio invisible para ellos. Hoy sabía que venía en camino mi rescate.
Última reflexión al respecto. Lo peor es la situación de
limbo o purgatorio. Porque no podés salir del edificio ni entrar a tu casa. Me
recuerda algo: . Había un perro que vivía -con los dueños, creemos- en el mismo
edificio que nosotros en Corrientes. El
muchacho, soberano pitbull, sabía abrir la puerta y sus jóvenes tutores no
cerraban con llave, por lo que durante su ausencia, paseaba feliz por los pasillos de los tres
pisos. Subía y bajaba escaleras asustando al principio a cuantos se cruzaran
con él. Esto era tan frecuente que
muchos llegamos a considerarlo a él como legítimo inquilino, saludándolo en los
ocasionales encuentros y preguntándole con amabilidad cómo estaban sus mascotas,
aludiendo a los dos pequeños homosapiens que cuidaba.
