viernes, 17 de febrero de 2012

De llaves, lluvias y puertas

Dieciséis de febrero, día maravilloso, variopinto. Siento que no debería caerme del balcón y ser más precavida al andar en bicicleta. No quiero morirme por un buen tiempo. No es que lo haya deseada últimamente, pero, por más conformista y alienado que pueda sonar desde una perspectiva crítica, he notado que estoy bastante satisfecha con mi existencia.

En menos de una semana rindo y para variar estoy bien posicionada según coordenadas espacio-temporales. La conjugación sería cantidad de páginas para leer y repasar por cantidad de horas disponibles. Un volumen de veinte por veintiocho centímetros de longitud, por cuatro de altura representaría el espacio físico. 
Claramente algo ínfimo en este colosal universo y una cantidad de cuarenta horas. El grado de dificultad de los textos es moderado y está bajo control.

A parte, después de días de calor irreductible, se desató un vendaval y una majestuosa tormenta. 

Hubo un detalle menor, que como estaba despabilada también sirvió a estos fines:  

No importa cuantas veces suceda, nunca es fácil resignarse ante una puerta que se cierra detrás de uno antes de notar que no podremos volver a entrar. Si bien siempre son accidentes, hubo veces en que sabía que no tenía llaves, de todos modos me arriesgué a salir  y el viento hizo el resto. La mayoría de las veces es por mero despiste.  

Con anticipada inutilidad uno empuja y fuerza la puerta al instante. Como sí el actuar con inmediatez fuera a revertir el hecho. Después maldice y se insulta para finalmente pensar en las posibilidades -siempre absurdas- de violentar la cerradura. Advertencia, lo de los invisibles, alfileres y clips es pura mentira funcional a las tramas ficcionales.

Entonces, si se tiene el beneficio de tener consigo el celular, se puede llamar en busca de socorro a otro portador de llaves o, como sucedió hoy,  aprovechar para escribir a seres simpáticos. (Tiempo muerto al fin y al cabo, hay que aprovecharlo (*)). En otras ocasiones me ayudó el portero, su hijo, vecinos se solidarizaron. Agradezco por este medio invisible para ellos. Hoy sabía que venía en camino mi rescate.

Última reflexión al respecto. Lo peor es la situación de limbo o purgatorio. Porque no podés salir del edificio ni entrar a tu casa. Me recuerda algo: . Había un perro que vivía -con los dueños, creemos- en el mismo edificio que nosotros en Corrientes.  El muchacho, soberano pitbull, sabía abrir la puerta y sus jóvenes tutores no cerraban con llave, por lo que durante su ausencia,  paseaba feliz por los pasillos de los tres pisos. Subía y bajaba escaleras asustando al principio a cuantos se cruzaran con él. Esto era tan frecuente  que muchos llegamos a considerarlo a él como legítimo inquilino, saludándolo en los ocasionales encuentros y preguntándole con amabilidad cómo estaban sus mascotas, aludiendo a los dos pequeños homosapiens que cuidaba.




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