jueves, 23 de enero de 2014

Cuento deshilvanado

Había estado almorzando en un bar del microcentro para refugiarse del calor. De qué valía tener vianda si había que tomarla a la intemperie. ¿Se podía dar ese gusto? Ingresar a una de esas peceras refrigeradas con personajes cuya liviandad y perceptible frescura los hace parecer hologramas. "Me lo merezco" pensó. Arrojó lo que fuera por la mañana un sándwich y entró mirando con ansiosa discreción la mesa más cercana al aire acondicionado.  

A eso de las 16.30 los minutos se dilataban y entreveraban con los grados. Un hombre de mediana edad o un poco más, se le acercó acelerado, con cierto balanceo. 
- Disculpe, por casualidad, ¿sabe dónde puedo conseguir otro negocio como estos?, le dijo señalando uno de esos locales cuya persistencia pende de un hilo. Oficios y saberes de todo tipo que fueron arrasados por el imperio de lo obsoleto, de lo descartable. Reparaba televisores, de esos cúbicos, de cátodos. Y al parecer también los vendía. 

Mientras su memoria recorría fugazmente calles comerciales buscando algo afín, el hombre agregó, "tengo 300 pesos para abonar chash por un televisor usado. Pero lo necesito hoy". Hubo algo en su tono que le dio a a pensar que este último comentario trataba de persuadirle. Pero ella no tenía televisor entonces le respondió que probara suerte en un negocio que estaba a la vuelta, que era de electrónica pero tenía ciertos electrodomésticos y algunos -aunque quizás solo por desactualizados- parecían usados. 

Le agradeció de más y la dejó pensando es su urgencia, pero sólo lo que duró el viaje en ascensor que la devolvía al trabajo. No era domingo. Si lo fuera se podría justificar en la necesidad de ver un partido clave de su quipo. Aunque sería claramente más absurdo sino misterioso que se lanzara a esa búsqueda un domingo. Era martes, qué le generaría esa desesperación. Décimo piso. 

Eligió una milanesa con fritas, y ya que estaba ahí la iba a acompañar con un vaso de vino, "y traiga un sifón", dijo. En un televisor plasma incrustado en la pared, el canal de noticias replicaba la evidencia. Una ola de calor tenía a la ciudad más desquiciada que de costumbre. 

El no estar bajo el sol cargando y descargando, el tinto, la panza llena, la frescura irreal de aquel lugar lo estaban conduciendo a un estado cercano de plácido sopor. Y de repente en la tele, ella. Testigo de algo, no, no, rescatada de algo, de un crimen, de una red. ¡Por favor!, gritó sorprendiendo a varios comensales con el bocado a mitad de camino. Quería silencio... o más más volumen; ¡Señorita, puede subirlo!

"Gracias, pero no sé si es valentía, pero estuve encerrada demasiado tiempo, y no sé, mostrarme puede ser un modo de protegerme. O eso espero", dijo con mirada vacilante. "Y también de ayudar a las que siguen ahí, porque somos miles"; su voz se quebró y el reportero nos trajo de vuelta al estudio. La presentadora muy seria anunció que la victima rescatada estaría invitada a la trasmisión de las veinte, porque "como dice Mara, es una forma de que todos nos involucremos, para protegerla y para denunciar esta amenaza". 

Se levantó de golpe, dejó billetes sobre la mesa y el bar. Volvió segundos después para corroborar con la camarera si se trataba de un canal de aire. El resto de los presentes volvió a lo suyo; comer, estar fresco, charlar. Él fue directo al galpón, sacó de su bolso en casillero 300 pesos y salió. 


No podía reconocer el escenario dónde la estaban entrevistando delante de un patrullero policial. Ppodía ser cualquier calle de Buenos Aires o incluso de provincia. Tenía que verla en vivo esa noche, quizás así pudiera saber algo más. Una porción de sí se reprochó haber vendido el televisor. ¡Estúpido!, se dijo. Trataría de hallar uno, tenía que, quizás hubiera un mensaje encriptado para él, quizás, miraría a la cámara y él sabría dónde hallarla, porque quizás nunca quiso dejarlo, sino que la alejaron a la fuerza. No importa que las fechas no coincidan, que la realidad se esté volviendo nebulosa, que tenga la garganta y la lengua seca, que un día cómo ese, un hombre de su edad esté corriendo por las calles. Su corazón no era el mejor, el más sano pero estaba ahí. 











lunes, 27 de mayo de 2013

Olas Crisis


Después de semanas en que uno consume, reclama, proyecta, ironiza, ama, comparte, disfruta, suspira y duerme como de costumbre; volvía un lunes de la oficina, molesta. Con la plata obtenida a pataleta hiriente el ciclo de la existencia citadina podía renovarse: pagar las cuentas, quedar en cero y esperar a que en unas semanas se deslicen bajo la puerta otros sobres, otras cuentas… Pero no, no señor, no sólo de deudas vive el hombre, también está la provisión de suministros varios, suministros para el estómago, para la impresora, para la cartuchera, para los cajones. Todo se consigue a cambio de recursos que a partir de cierta edad hay que obtenerlos independientemente, independientemente de todo, de tus gustos, de las necesidades sociales o la temperatura.

Lo sabía, me pasé de lista. Lo estaba provocando.  

Cuando bajé del colectivo allí estaba. Gigante y pestilente: el terrible Orangután del Sinsentido. Evité el contacto visual y avancé con cierta prisa. Escuchaba su resoplido, venía por mí. Continué con el menor cinismo posible mis diligencias del día. Compré corrector para errores de tipo gráfico y cargué la tarjeta del transporte, él sólo acechaba; pero cuando me vio salir del restaurante de comida vegetariana a cuya gastroideología no adhiero, rugiendo enfurecido se lanzó a la carrera. Volaron por los aires los bocados que simulan ser carne, los porotos y otras cosas cuyo origen y nombre es un misterio. Yo huía desesperada, tenía que llegar a casa y refugiarme en alguna responsabilidad laboral, por más nimia y superficial que fuera, en algún apunte, o si no… o si no estaba perdida. El Orangután del Sinsentido me destrozaría el día, me desgarraría la semana. Todos en esta ciudad acrílica lo temen y se apartaban despavoridos al paso de bestia que con la pasión de la caza se abalanzaba sobre mí, sobre mis actuales contradicciones. No llegué a sacar la llave para entrar. Un solo zarpazo bastó y empezó la inercia. Apreté el botón del ascensor. La tierra es mucha pero acá nos hacinamos y vivimos hacía arriba, robando un poco de aire. Mirando árboles desde sus copas cercenadas. Giré varias llaves, la inseguridad dicen, pero es inútil, nada lograba asirse a una fundamento convincente. La saliva se teñía de dudas.


Por las heridas me desangraba de razones que hasta el día anterior me mantenían en pie, vigorosa. Me arrastré hasta el escritorio en busca del único antídoto posible: la tinta que nos parió. Tinta tan acorralada por el ejercicio de talleristas, tinta tan absorta en su impotencia, tinta de sueños cansados y esperanza salada, pero tinta al fin y al cabo que alumbra un rincón vacío. Olas tintas frescas de la marea que te devuelve y te sosiega. El despertador hace el resto. Será martes y "el mañana traerá un sueño", otra vez.