lunes, 27 de mayo de 2013

Olas Crisis


Después de semanas en que uno consume, reclama, proyecta, ironiza, ama, comparte, disfruta, suspira y duerme como de costumbre; volvía un lunes de la oficina, molesta. Con la plata obtenida a pataleta hiriente el ciclo de la existencia citadina podía renovarse: pagar las cuentas, quedar en cero y esperar a que en unas semanas se deslicen bajo la puerta otros sobres, otras cuentas… Pero no, no señor, no sólo de deudas vive el hombre, también está la provisión de suministros varios, suministros para el estómago, para la impresora, para la cartuchera, para los cajones. Todo se consigue a cambio de recursos que a partir de cierta edad hay que obtenerlos independientemente, independientemente de todo, de tus gustos, de las necesidades sociales o la temperatura.

Lo sabía, me pasé de lista. Lo estaba provocando.  

Cuando bajé del colectivo allí estaba. Gigante y pestilente: el terrible Orangután del Sinsentido. Evité el contacto visual y avancé con cierta prisa. Escuchaba su resoplido, venía por mí. Continué con el menor cinismo posible mis diligencias del día. Compré corrector para errores de tipo gráfico y cargué la tarjeta del transporte, él sólo acechaba; pero cuando me vio salir del restaurante de comida vegetariana a cuya gastroideología no adhiero, rugiendo enfurecido se lanzó a la carrera. Volaron por los aires los bocados que simulan ser carne, los porotos y otras cosas cuyo origen y nombre es un misterio. Yo huía desesperada, tenía que llegar a casa y refugiarme en alguna responsabilidad laboral, por más nimia y superficial que fuera, en algún apunte, o si no… o si no estaba perdida. El Orangután del Sinsentido me destrozaría el día, me desgarraría la semana. Todos en esta ciudad acrílica lo temen y se apartaban despavoridos al paso de bestia que con la pasión de la caza se abalanzaba sobre mí, sobre mis actuales contradicciones. No llegué a sacar la llave para entrar. Un solo zarpazo bastó y empezó la inercia. Apreté el botón del ascensor. La tierra es mucha pero acá nos hacinamos y vivimos hacía arriba, robando un poco de aire. Mirando árboles desde sus copas cercenadas. Giré varias llaves, la inseguridad dicen, pero es inútil, nada lograba asirse a una fundamento convincente. La saliva se teñía de dudas.


Por las heridas me desangraba de razones que hasta el día anterior me mantenían en pie, vigorosa. Me arrastré hasta el escritorio en busca del único antídoto posible: la tinta que nos parió. Tinta tan acorralada por el ejercicio de talleristas, tinta tan absorta en su impotencia, tinta de sueños cansados y esperanza salada, pero tinta al fin y al cabo que alumbra un rincón vacío. Olas tintas frescas de la marea que te devuelve y te sosiega. El despertador hace el resto. Será martes y "el mañana traerá un sueño", otra vez.



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