Después de
semanas en que uno consume, reclama, proyecta, ironiza, ama, comparte,
disfruta, suspira y duerme como de costumbre; volvía un lunes de la oficina,
molesta. Con la plata obtenida a pataleta hiriente el ciclo de la existencia
citadina podía renovarse: pagar las cuentas, quedar en cero y esperar a que en
unas semanas se deslicen bajo la puerta otros sobres, otras cuentas… Pero no,
no señor, no sólo de deudas vive el hombre, también está la provisión de
suministros varios, suministros para el estómago, para la impresora, para la
cartuchera, para los cajones. Todo se consigue a cambio de recursos que a
partir de cierta edad hay que obtenerlos independientemente, independientemente
de todo, de tus gustos, de las necesidades sociales o la temperatura.
Lo sabía,
me pasé de lista. Lo estaba provocando.
Cuando bajé del colectivo allí estaba. Gigante y
pestilente: el terrible Orangután del Sinsentido. Evité el contacto visual y
avancé con cierta prisa. Escuchaba su resoplido, venía por mí. Continué con el
menor cinismo posible mis diligencias del día. Compré corrector para errores de
tipo gráfico y cargué la tarjeta del transporte, él sólo acechaba; pero cuando
me vio salir del restaurante de comida vegetariana a cuya gastroideología no
adhiero, rugiendo enfurecido se lanzó a la carrera. Volaron por los aires los
bocados que simulan ser carne, los porotos y otras cosas cuyo origen y nombre
es un misterio. Yo huía desesperada, tenía que llegar a casa y refugiarme en
alguna responsabilidad laboral, por más nimia y superficial que fuera, en algún
apunte, o si no… o si no estaba perdida. El Orangután del Sinsentido me
destrozaría el día, me desgarraría la semana. Todos en esta ciudad acrílica lo temen
y se apartaban despavoridos al paso de bestia que con la pasión de la caza se
abalanzaba sobre mí, sobre mis actuales contradicciones. No llegué a sacar la
llave para entrar. Un solo zarpazo bastó y empezó la inercia. Apreté el botón
del ascensor. La tierra es mucha pero acá nos hacinamos y vivimos hacía arriba,
robando un poco de aire. Mirando árboles desde sus copas cercenadas. Giré varias
llaves, la inseguridad dicen, pero es inútil, nada lograba asirse a una
fundamento convincente. La saliva se teñía de dudas.
Por las heridas me desangraba de razones que hasta
el día anterior me mantenían en pie, vigorosa. Me arrastré hasta el escritorio
en busca del único antídoto posible: la tinta que nos parió. Tinta tan acorralada
por el ejercicio de talleristas, tinta tan absorta en su impotencia, tinta de
sueños cansados y esperanza salada, pero tinta al fin y al cabo que alumbra un
rincón vacío. Olas tintas frescas de la marea que te devuelve y te sosiega. El
despertador hace el resto. Será martes y "el
mañana traerá un sueño", otra vez.
